No me engaña el olfato, ni le puede engañar a nadie, a menos de un kilómetro de la autopista de modernidad, a la entrada del pueblo, dan la bienvenida dieciséis marranas de cría; aquí ya no nacen niños solo lechones y al sumidero va su orín con los sueños de una generación que no ha nacido, otra que no nacerá jamás y otra, la última, que ha desaparecido del mapa. No me siento traidor a la tierra húmeda, me revuelco desnudo por ella, olisqueo el rastro de la rabona que donde nace muere y me encuentro con el olor a tierra sincera, analfabeta pero sincera, humilde y sincera (aunque a veces haga el mal).
De todas formas, no pienso pagar por balnearios apartados ni por hoteles en parajes desconocidos, ya tengo mi habitación blanca y muda en un pueblo de la meseta, en un paisaje tan surrealista como un coito de Dalí a Bretón.
Posdata de Semana Santa para mi amigo Jesús: pues sí que sale. Sale. Era cierto que salía, está gordo, seboso, hinchado, y sale a la calle desnudo y le ven los genitales los niños de la vecina; salen a la calle casi cien kilos de carne de esquizofrénico desaseado y sin afeitar. Barba de diez días, locura en progresión más de treinta años. Todos bebimos el mismo agua, no le echaremos más la culpa al agua; todos crecemos, nos hacemos viejos, pero de diferente manera.
Por los desamparados: Padre Nuestro...
Huele. Huele a pueblo.