A las 4.35 de la mañana me casé del grupo de subnormales que me acompañaban. Me giré hacia la DJ intentando comprender qué podría sentir allí en todo lo alto, rodeada de tanto estúpido, poniéndoles esa música tan horrible. Nada. Miraba sus vinilos y sus platos a través de sus ojos en blanco. Miré con atención a mi alrededor y contemplé con asombro como se movían desbocadas cientos de almas, pobres diablos del
finde a toda vela. Me dieron tanto miedo que hasta intenté huir, pero no encontraba la salida; pasé a otra sala más
chill out, estaba desconcertado. De pronto me rodearon mil orientales con sus pelos de colores, sus gafas de diseño y su pinta de marcianos (los japoneses son amables bailarines estáticos); se movían lentos, como con miedo, como unos pobres tartamudos de ánimo con pañales, bailaban y se cagaban en toda su cultura milenaria.
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