el irracional

'How am I to get in?' Asked Alice




St Thomas' Hospital


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A las 4 de la tarde del día 28 de diciembre la fiebre ya no bajaba de 38ºC, ni con antibióticos. Al principio lo tomé como una inocentada del destino, pero después de mirarme al espejo y comprobar como los ojos se me hundían cada vez más en la imagen de mi rostro difuminada por mi escasa percepción, comprendí que necesitaba ayuda sanitaria. Juan y Manuela me llevaron al St Thomas' Hospital. No tengo ningún recuerdo claro del viaje hasta allí, sólo que hacía mucho frío y me dolían las rodillas. Llegamos sobre las 7 de la tarde a las sala de urgencias, allí te atiende un señor que está sentado tras un mostrador de madera, te pregunta qué te pasa y en qué te pueden ayudar. Yo le hablé de mi fiebre, últimamente soy bastante monotemático, pero la situación lo requería, y él me tomó la temperatura con una especie de pistola futurista que me introdujo por el oído y que tras unos segundos hizo un ruido desconcertante. Después de unas preguntas generales y la toma de temperatura me dio una pequeña etiqueta con unas anotaciones, ininteligibles por mí, que debía entregar a una señora sentada en el mostrador siguiente, en esa etiquetilla debían figuraban mis datos y los de mis circunstancias.
No lo puedo asegurar, porque por momentos deliraba, pero la sala de espera estaba llena de monstruos, no tengo tiempo para hablar de todos ellos, tampoco los recuerdo con claridad, pero Juan y Manuela me hablaron después de una señora italiana de unos setenta años, indigente, obesa y vegetariana, acompañada de un carrito cargado de bolsas llenas de verduras, de otros vegetales y de mierda. Esa señora pronunció la frase del año: la felicidad me da hambre.
Pasó más de una hora desde que hablé con la señora del mostrador siguiente, quien me había solicitado la etiquetilla con el jeroglífico y había cubierto un formulario con mis datos personales antes de mandarme esperar sentado esperar sentado. Tenía la sensación de que me ignoraban, de vez en cuando salía un doctor y llamaba a alguien de la sala de espera que había llegado después que yo y no tenía pinta de tener algo más grave que mi fiebre.
Al final me llamaron y entré en una sala común con bastantes cuartos en los que tu intimidad era salvaguardada por unas cortinillas verdes. Un doctor apuesto y musculoso me preguntó que qué me pasaba, le hable de nuevo de mi fiebre, siento estar tan asustado, le dije, pero es que llevo cuatro días sin que me baje la fiebre, incluso estoy tomando este antibiótico, y le mostré mi cajita de amoxicilina 500. Quién te ha dado esto, me preguntó, y yo le expliqué que en España puedes comprar antibióticos en las farmacias sin necesidad de recetas. Pues qué suerte para los yonkis me dijo y desapareció. Apareció otro doctor, más joven que el anterior, más guapo, pero menos musculoso; me preguntó la edad y si tenía alergia a la penicilina, y me pidió que le mostrase mi garganta. ¡Vaya! el agujero que se divisa está muy cerrado, abre un poco más la boca, me decía, y al final abrí tanto la boca que me dieron ganas de vomitar. El doctor guapo desapareció y llegó el doctor definitivo: el doctor pelirrojo, y empezó el surrealismo.
El doctor pelirrojo llevaba una bata blanca con hombreras rojas, del pecho le colgaba un reloj de pulsera plateado, al que le faltaba uno de sus bracitos, y todo el tiempo se recolocaba unas gafas color oro a juego con su pelo; él era, sin duda, una prolongación en el tiempo, en el espacio y en la sanidad pública del Sargent Peppers. Se trajo consigo un montón de medicamentos, jeringuillas, dos bolsas de suero y otros artilugios que no sé si llegó a utilizar porque cuando me puso el suero y me empezó a inyectar las diferentes sustancias, todos los colores de la habitación se fundieron en un blanco muy luminoso y yo perdí la conciencia.
Recuperé el conocimiento sobresaltado porque una chica negra con la cara ensangrentada era interrogada por la policía y respondía gritando y cagándose en todo. Me incorporé y me senté en mi cama, en el cuartito de al lado habían hospedado a una señora muy anciana y muy amable que pidió una taza de té, se la trajo el doctor joven y guapo y ella aprovechó para tirarle los trastos: porqué no me pones en la silla de ruedas, la cama no me gusta, le pidió con dulzura, y el doctor avisó a dos enfermeros, pero la señora no quería enfermeros cachas. Ponme tú que eres más guapo y eres doctor, le pidió de nuevo la ancianita. El joven corrió las cortinillas verdes y trasladó a la ancianita desde la camilla hasta la silla de ruedas, y un suspiro de relajo, de bienestar, de placer o de vete tú a saber invadió la sala común. La ancianita comenzó a tomarse el té y su mirada entre inocente y perezosa se dirigía hacia el joven doctor que lentamente se alejaba después de haberla devuelto a la silla de ruedas y a sus recuerdos más pícaros de una adolescencia lejana.
El doctor pelirrojo volvía de vez en cuando, me traía un par de pastillas, cada vez tenían un tamaño mayor, y me tomaba la temperatura con esa especie de pistola futurista.
Vi pasar en camilla a una chica con el rostro color púrpura, y recordé que yo había estado sentado junto a ella en la sala de espera y hasta donde llegaban mis recuerdos ella tenía un aspecto lúcido y saludable. La llevaban a la sala de observaciones. A un italiano con una intoxicación muy chunga también le llevaban a la sala de observaciones, y la viejecita fue trasportada de nuevo a la camilla, esta vez por dos enfermeros, para llevarla a la sala de observaciones. La sala de observaciones me pareció el vestíbulo que precedía al infierno.
Llegó una señora altísima y me cambió la bolsa de suero, porque se había acabado la anterior y comenzaba a chuparme la sangre, lo que provocó un nuevo desmayo. Desperté y la señora gigante me puso una pulsera en la que figuraba mi nombre y mi fecha de nacimiento y me hizo firmar un par de documentos. Vas a la sala de observaciones, me dijo.
Había una habitación oscura llena de gente dormida y gente que se retorcía entre sueños y pesadillas, después llegamos a otra habitación iluminada con una luz tenue donde estaba mi cama, la número 21, que coincidía con la fecha de mi cumpleaños y que estaba justo en frente de la cama del primo de Bukowsky, un señor con el pelo blanco, una inmensa barriga, castigado por una borrachera perpetua que meaba en una especie de porrón transparente con un pitorro bastante ancho por donde metía la chorra, vomitaba y escupía también en una especie de yelmo plateado y blasfemaba y se acordaba de Georgia, su esposa, su amante, su puta, su recuerdo.
Llegó Juan y tomó asiento, y dio fe de que el señor de enfrente realmente existía. Permanecimos allí esperando a que se terminase la bolsa de suero para que me pusiesen otra, y esperando el resultado de mis análisis de sangre. Sobre las 3 de la mañana me quitaron el suero, me entregaron un sobre con los resultados (un virus me causaba toda esa fiebre) y un paquete con los medicamentos que debía tomar e instrucciones a seguir.
La penicilina está funcionando y el paracetamol con codeína me alivia el dolor, pero tengo la sensación de estar colocado día y noche, es como una vuelta a la adolescencia pero sin risas ni libertinaje. Tras estas drogas no hay sentimiento de culpa alguno, pero sí dolor y enfermedad y eso sí que es terrible. Sin darnos cuenta envejecemos, eso es lo que realmente me preocupa. Tomad buena nota de ello.


4 comentarios a “St Thomas' Hospital”

  1. Anonymous Anónimo 

    Sí, hijo, sí, vaya nochecita la del hospital. Llego un momento en el que, entre las bolsas de suero y el señor de enfrente repitiendo mecánicamente sus extraños actos, pensé que nos habíamos metido dentro de un bucle y nunca más seríamos capaces de salir de allí.

    Pero deja de comportarte como si estuvieras en el lecho de muerte, dejas esas drogas que te hacen reflexionar sobre Dios y su circunstancia y compórtate como un hombre hecho y derecho, que ya son horas, y, además, esta noche es Nochevieja.

  2. Anonymous Anónimo 

    Eres un crack del Universo.

    Espero no enfermar en ese país....

  3. Anonymous Anónimo 

    Dios mío, qué relato!!! Merece el Pulitzer, o algo así

  4. Anonymous Anónimo 

    Yo cuando deliro y tengo fiebre tambien me fijo en la musculacion de los doctores y luego en casa pienso en perversiones entre doctores, gordas, vegetales y extraños aparatos medicos. No envejecemos tanto, solo que con el tiempo hasta los vicios se vuelven rutina.

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